Vol. 8, n. 2, ottobre 2022

LA RICERCA

La disruptive education in tempi di Pandemia

Riflessioni a partire da un’esperienza di docenza in Messico

Martha Vergara Fregoso1

Sommario

Senza entrare nei dettagli della disruptive education, il termine disruption è ormai entrato nel sentire comune. Il termine presuppone una rottura, un’interruzione di ciò che è stato fatto fino a un preciso momento. La disruptive education può essere considerata allora in un’ottica prospettica, in quanto dà l’opportunità di cambiare, di innovare, di muoversi verso nuovi modelli e nuovi modi di fare le cose.

Il presente articolo prende spunto dall’esperienza vissuta in qualità di docente, presso l’Università di Guadalajara in Messico, durante la pandemia da COVID-19, e considera le misure adottate dallo Stato per dare continuità alle attività educative, le preoccupazioni e le azioni adottate per arrivare a un modello di disruptive education. Viene anche presentata una valutazione delle strategie e delle azioni implementate. Il contributo si conclude con alcune proposte per la realizzazione di un modello educativo di rottura e le implicazioni di ciò, con una riflessione sul tema della distanza e sugli ambienti virtuali disponibili nel sistema di istruzione universitario.

Parole chiave

Educazione differenziata, Educazione dirompente, Innovazione, Pandemia, COVID-19.

THE RESEARCH

Disruptive education during COVID-19 Pandemic

Ideas from a teaching experience

Martha Vergara Fregoso2

Abstract

Without mentioning disruptive education, it is common to hear the term «disruption» and one of the reasons for this could be that it supposes a rupture, an end to what has been done so far. Therefore, disruptive education can also be prospective, because it generates the opportunity to change, to innovate, to move towards new models and new ways of doing things.

The text is based on some reflections from the experience lived as a teacher of higher education, particularly at the University of Guadalajara, Mexico, during the Pandemic caused by COVID-19, as well as the measures taken by the State to give continuity to educational activities, concerns, and actions to achieve the so-called «disruptive education». In the same way, an assessment of the strategies and actions implemented is presented and a closure is made with some proposals for the achievement of a disruptive education and its implications based on distance and virtual environments in the university education system.

Keywords

Differentiated education, Disruptive education, Innovation, Pandemic, COVID-19.

Introducción

El desarrollo del presente texto responde a la necesidad de reflexionar sobre los retos que tiene la escuela, que en este caso es la universidad, después de la situación que se vivió con la pandemia a nivel mundial; este fenómeno marcó a la sociedad y, por ende, a las instituciones educativas, ya que las medidas preventivas tomadas evidenciaron grandes brechas y diferencias, lo cual nos llevó a replantear el papel de escuela en la actualidad, a repensar su constitución y redireccionar sus acciones hacia una entidad renovada, diferente, con nuevas posturas, nuevos abordajes y compromisos, con la finalidad de dar respuesta a las necesidades actuales. El contenido busca responder algunas interrogantes planteadas desde la experiencia como docente en la universidad: ¿Cómo ha sido la educación durante la Pandemia por COVID-19? ¿Qué experiencia nos deja la pandemia? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de innovación disruptiva y educación disruptiva? ¿Cuál es la pertinencia de la innovación disruptiva y la educación disruptiva en la era moderna? ¿Qué pueden hacer las universidades para impulsar propuestas educativas disruptivas?

La educación durante la pandemia por COVID-19

En enero de 2020 se reconoció formalmente la presencia en China del COVID-19, el coronavirus, como se le llama ahora, y se esparció por diversas provincias chinas, el continente asiático y, desde luego, México (Chen et al., 2020). La epidemia por COVID-19 fue declarada por la OMS como una emergencia de salud pública debido a la elevada cifra de contagios y la expansión en todo el mundo. En febrero de 2020, el COVID-19 se había hecho presente en al menos 25 países del mundo (Rothan y Byrareddy, 2020). Factores como el alto número de casos positivos de COVID-19, la escasa información sobre su comportamiento, la falta de tratamientos para combatirlo y la inexistencia de vacunas, llevaron a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a declarar el 11 de marzo de 2020 que el mundo se encontraba en situación de pandemia, por lo que emitió una serie de recomendaciones para protegerse y prevenir la propagación del coronavirus. En consecuencia, el aislamiento social se convirtió en una de las principales medidas para mitigar la dispersión del virus (OMS, 2020).

A partir de las recomendaciones de la OMS, el mundo entero vivió una gran incertidumbre, y la vida cotidiana se vio interrumpida y alterada. Al respecto, Marcelo Caruso afirma que «la interrupción de una actividad no constituye la conclusión de la misma, sino la condición de posibilidad de que se resuma y continúe. Los recreos permiten que comience otra hora» (2020, p. 103) y es precisamente a este alto al que se le conoce como «irrupción». En este sentido y debido a la pandemia provocada por el COVID-19, la sociedad vivió un cambio total; la educación no fue ajena a esta revolución, ya que la socialización presencial, base de la vida y las instituciones, ha sido prácticamente imposible durante los más de dos años que lleva la pandemia. Así, la acción decretada por la mayoría de los gobiernos del mundo fue el distanciamiento social, lo que para ministerios y secretarías de educación constituyó el cierre completo de las escuelas en todos los niveles educativos.

La suspensión del contacto físico en las instituciones educativas, que inició entre los meses de abril y mayo de 2020 alrededor del mundo, terminó por afectar al 89% de la población estudiantil (UNESCO, 2020a), es decir, a todos aquellos que se manejaban en planes curriculares tradicionales. La situación configuró una realidad en la que todos los actores educativos — directivos, docentes, estudiantes y familiares — desconocían cómo abordar la educación (concebida primordialmente en modalidad presencial), ante la incapacidad de utilizar espacios públicos y privados habituales, vitales no solo para el desarrollo cognitivo de los estudiantes, sino también para su desempeño social, emocional e incluso físico, por cuestiones alimenticias. La primera solución a la necesidad de cubrir los currículos, al menos de manera precaria, fue transitar hacia las plataformas virtuales. Esta medida se había incorporado en la educación superior en mayor o menor grado, pues existían programas virtuales o a distancia, además de los semiescolarizados, que utilizan plataformas como Moodle, Google Classroom y Blackboard (IESALC, 2021).

De alguna manera, el nivel de educación superior estaba medianamente preparado para las circunstancias; el resto de los niveles presentaron mayores complicaciones debido a la falta de infraestructura y, sobre todo, de capacitación de todos los actores; tales deficiencias complicaron la práctica de la enseñanza, que se despliega en la aptitud de las y los docentes para actuar profesional e independientemente; en su habilidad para adaptarse e interactuar en situaciones complejas; en su capacidad para explicar el conocimiento teórico y práctico; y en su autonomía y responsabilidad personal.

No solo los docentes encontraron numerosas dificultades durante la transición de la educación presencial a la virtualidad; en el caso de los alumnos (particularmente de educación básica) y sus familiares se generalizó una sensación de agobio y confusión para el cumplimiento de trabajos y tareas, y a ello se añadieron las tensiones y ansiedades de sobrevivir durante la pandemia. Por lo que respecta a los directivos, ellos debieron encontrar formas para mantener la motivación de la plantilla académica, que en situaciones normales ya realizaba esfuerzos extraordinarios; además, buscaron establecer parámetros «justos» de evaluación ante la modificación de las condiciones de la práctica educativa.

Los retos que ha enfrentado la educación al trasladar la práctica presencial a los entornos virtuales se han sumado a los que ya existían previamente, y varios de ellos, sin duda, se han exacerbado, como es el caso de la desigualdad (UNESCO, 2020a). Esta problemática se refleja al interior de las sociedades, tanto en los países desarrollados como en los que están en proceso, y las dificultades de cobertura son claros indicadores en ese aspecto.

De acuerdo con los estudios prospectivos realizados por The Economist (2020) y la Secretaría de Educación Pública, SEP (2020), desde el inicio de la pandemia se identificaron ciertas disrupciones y reconfiguraciones en los sistemas educativos; los impactos del COVID-19 y el tránsito a la modalidad a distancia trajeron consigo, al finalizar el 2020, una caída estimada de entre 20 y 25% de los ingresos de las universidades a nivel global; una consecuencia de lo anterior apunta a que entre 10 y 15% de las universidades norteamericanas tendrán que cerrar, en especial instituciones pequeñas y medianas sin mucho prestigio. En el caso de México, La Secretaría de Educación Pública, estimaba un 8% de abandono escolar en educación superior (equivalente a 300 mil estudiantes) (Animal Político, 2020).

Es importante destacar que se ha documentado ampliamente el déficit de aprendizaje provocado por el cierre de las escuelas, pues las estrategias de aprendizaje a distancia no han alcanzado a cientos de millones de alumnos. Según un estudio conjunto de la UNESCO, la UNICEF y el Banco Mundial, no se ha conseguido llegar a por menos 463 millones de alumnos de países de ingreso bajo y mediano, lo que representa el 31% del total de alumnos de los países analizados. Para la gran mayoría de los alumnos que recibieron educación con apoyo de tecnologías digitales, las clases eran poco frecuentes y la cobertura del plan de estudios era incompleta (UNESCO, 2021).

Esto quiere decir que existe un déficit en los rubros de cobertura y calidad educativas. «Las pérdidas e interrupciones del aprendizaje han afectado de manera muy grave a 617 millones de niños y adolescentes que ya no estaban logrando niveles de competencia mínimos en lectura y matemáticas» (UNESCO, 2020a, p. 2); y si a lo anterior añadimos los conflictos de género, tenemos que: «las chicas de 17 años están particularmente expuestas a abandonar la escuela en los países de ingreso bajo y mediano bajo» (UNESCO, 2021, p. 1); por ello, es indiscutible que nos encontramos ante un escenario de desigualdad y vulnerabilidad.

Los gobiernos nacionales se enfrentan con una variedad de problemáticas en materia de educación derivadas de la pandemia que, como se mencionó líneas atrás, se suman a las preexistentes. El propio derecho a la educación está en juego, es decir, el acceso y la conectividad de los actores de la educación, el reconocimiento a la escuela como espacio público que involucra aspectos más allá del pedagógico, la relevancia de la financiación de la política pública educativa por parte de los Estados, y la revisión de la enseñanza desde lo formal y los aspectos informales, que no se nutren solamente en la escuela, sino en la comunidad y la familia (CEPAL-UNESCO, 2020).

En México, a partir del 23 de marzo de 2020 que se impuso el cierre de los planteles educativos a nivel nacional, las consecuencias se observan en la calidad de la educación, el aumento del abandono, las mayores cargas de trabajo para los profesores, el aislamiento social, las presiones para los padres de familia, entre otras manifestaciones (Torres, 2021). A pesar de que el cierre de escuelas es una solución para garantizar el distanciamiento social en las comunidades, los confinamientos prolongados tienden a producir un impacto desproporcionadamente negativo en los estudiantes más vulnerables, porque carecen de los medios electrónicos para lograr el acceso. Bajo esta perspectiva, se afirmaba que en el 2020 alrededor de 238 millones de estudiantes (niños y jóvenes) no tendrían acceso o abandonarían la escuela en el 2021, a causa del quebranto económico de la pandemia. De hecho, la marcada brecha en el logro de habilidades que mide la prueba PISA podría aumentar en más de 30% debido a la pandemia.

De acuerdo con Save the Children, los embarazos de adolescentes podrían aumentar un 25% a nivel mundial como resultado del COVID-19; y, de acuerdo con el comunicado de prensa del INEGI del 23 de marzo de 2021, sobre el impacto del COVID-10 en la educación: respecto a las principales desventajas de la educación remota, 58,3% opina que no se aprende o se aprende menos que de manera presencial, y vienen detrás la falta de seguimiento al aprendizaje de los alumnos (27,1%), y la falta de capacidad técnica o habilidad pedagógica de padres o tutores para transmitir los conocimientos (23,9%).

Entonces, ¿qué experiencia nos deja la pandemia? Es claro que la pandemia acentuó las desigualdades sociales; de acuerdo con Stefania Giannini, Subdirectora General de Educación de la UNESCO: «Estas desigualdades constituyen una verdadera amenaza para la continuidad del aprendizaje» (2020a, p. 9). La emergencia sanitaria evidenció que, si bien la función de la escuela es reducir las inequidades, debido a las condiciones e infraestructura de las escuelas en México, la educación en línea no es para todos.

Derivado de lo anterior surge la pregunta: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de innovación disruptiva y educación disruptiva? Respecto al término innovación disruptiva, Molano (2018) expone que desde 1959 se gestó la propuesta de Larry Downes sobre «la ley de la disrupción», que alude a la transformación exponencial de la tecnología. Vidal et al. (2019) señalan que la expresión «innovación disruptiva» fue acuñada en 1997 por Clayton Christensen, refiriéndose a momentos particulares de la historia en los que surgió una invención particular que cambió la forma de manejar el mercado (vapor, internet, etc.); por lo tanto, la educación disruptiva es un término ligado a la innovación disruptiva, como afirma el mismo Christensen junto con Curtis Johnson y Michael Horn en el libro Disrupting Class (clase disruptiva) del 2008. Entonces, la diferenciación se vuelve clara, la innovación disruptiva se refiere al surgimiento particular de tecnologías que marcan un antes o un después en la manera de realizar las cosas, particularmente relacionadas con el mercado; mientras que la educación disruptiva es la búsqueda de metodologías que rompan con los paradigmas tradicionales y que estén ligadas al uso de la tecnología.

En este sentido, podemos decir que la revolución digital es una ruptura con el marco anterior, aunque en el fondo es una continuidad, porque lo que se propone está hecho desde el dominio y los parámetros profundos, que son los mismos que la educación tradicional; por lo tanto, en muchos casos, lo que hemos hecho en la educación es una capacitación para estar en el vértice del mundo y dominarlo; sin embargo, ¿se puede considerar que la educación ha sido disruptiva? La repuesta inicial sería: sí lo ha sido, y la afirmación se sustenta en la utilización de la nueva tecnología. Es claro que estamos ante un universo digital, con todo lo que ello implica; pero realmente, en el sentido profundo, en el sentido más político o más filosófico, no ha sido posible lograr una educación disruptiva.

Significa entonces que lo sucedido a partir de la pandemia por COVID-19 apunta hacia lo digital, ya que se ha logrado incorporar la tecnología de última generación, pero no una educación de masas; es decir, nuestra educación a lo largo de la historia ha sido una educación de élites que hacen uso de las tecnologías del momento; la época industrial pugnó por una educación de masas, y ahora se trata de recuperar el concepto de élite referido al ciudadano, al individuo y, al mismo tiempo, la vanguardia tecnológica, por lo que se pone en evidencia que falta considerar a algunos agentes intermedios, concretamente el social en el caso de la educación.

En la actualidad se observa la existencia y el empleo de las nuevas tecnologías, pero falta el elemento clave en la educación, que es la socialización; quiere decir que durante la pandemia ha habido un uso instrumental de las tecnologías, pero no individualizado. Se ha salido del paso con lo tecnológico y ahora se plantea si en verdad la educación, bajo condiciones de aislamiento, se puede llevar más profundamente.

En el mismo sentido surge un nuevo cuestionamiento: ¿cuál es la pertinencia de la innovación disruptiva y de la educación disruptiva en la era moderna? Desde un paradigma occidental como es la globalización, estos dos términos resultan fundamentales para sostener los paradigmas conocidos como hegemónicos. Por ello se puede decir que es muy pertinente, ya que vivimos en una época determinada principalmente por la tecnología; no es que nosotros tengamos tecnología, sino que la tecnología nos define, nos impulsa, o, como se concibe en filosofía de la tecnología, hay un «desbordamiento tecnológico». José Antonio Méndez (2007) entiende el fenómeno como la afirmación «ciega, compulsiva de la voluntad tecnológica de hacer todo lo que se puede hacer» (2007, p. 40). En este sentido, se puede decir que los procesos generados por la innovación disruptiva mantienen a flote el mercado, lo modifican o abren nuevos mercados debido a que las tecnologías crean nuevas formas de operar, o en sí mismas nos permiten hacer cosas que creíamos imposibles, como transportarnos, comunicarnos, comerciar, educarnos, entre otras.

La educación disruptiva, al menos en su intención, pretende capacitar sujetos para acceder a entornos altamente tecnologizados, sin necesidad de grandes etapas de adaptación; pero, no solo eso: también busca que los sujetos sean capaces de apropiarse de la tecnología y, considerando sus alcances y límites, la utilicen en procesos creativos, con la finalidad de generar más innovaciones, es decir, de impulsar una especie de autosuficiencia para sostener el mercado. Por ello, en algunos modelos que manejan la educación disruptiva, se observa como base lo que llaman STEAM (Science, Technology, Engineering, Arts y Math, por sus siglas en inglés), como los núcleos básicos a ser enseñados en los modelos pedagógicos, y un aprendizaje con uso de tecnologías para las nuevas generaciones como ideal (Gracia Castro, 2021).

Cabe aclarar que lo que ha sucedido hasta la actualidad no se puede llamar educación disruptiva, ya que la educación está totalmente inserta en el mundo digital, y el hecho de que se tenga que ser un nativo digital, o que la gente joven ya lo sea no quiere decir que los valores esenciales de la educación estén centrados en lo digital, tal como se presenta.

Ahora bien, las implicaciones de la educación disruptiva para el profesorado y el estudiantado de las universidades son enormes, ya que tal educación busca otro tipo de relaciones entre los diferentes actores educativos, pretende establecer una horizontalidad en los espacios de educación superior, y en los niveles inferiores, más que de guía, de acompañamiento.

Al respecto, Curtis W. Johnson (citado en Ferro y Sequeira, 2021, p. 3 y 4), en una entrevista concedida en 2018, planteó algunos ejes que deben regir el aula, luego de considerar a los alumnos nativos digitales, para quienes la plataforma tecnológica es su medio natural.

  • Aprendizaje autónomo.
  • Repensar el rol del profesor y su formación.
  • Modelos no estandarizados de educación.
  • Cambio de mentalidad en la sociedad con respecto a la educación.
  • Cambios regulatorios de programas, contenidos, exámenes en educación.

Para lograr lo anterior es indispensable que las universidades consideren un currículo más flexible en términos de reconocimiento de créditos y competencias, donde se promuevan habilidades genéricas, se priorice la comunicación, la argumentación, la solución de problemas, el pensamiento crítico y la gestión de información y conocimiento; donde se desarrollen habilidades socioemocionales; y se redireccionen los contenidos con un enfoque multicultural para la solución de problemas, entre otras acciones.

A partir de las experiencias que la pandemia ha dejado, hemos aprendido que no podemos volver a ser la misma universidad: el modelo educativo y la docencia deben cambiar; debemos aspirar a alentar un aprendizaje activo, con o sin tecnología; debemos asumir que la inequidad caracteriza a nuestro país, y que esta situación contribuye a que los estudiantes vivan en aislamiento.

En la misma línea, para lograr la educación disruptiva, es preciso un cambio de posición, un cambio en la función del profesor y en las habilidades de los estudiantes. Para el profesor implica adquirir un talante mucho más dinámico, terminar con la convencionalidad de la explicación, del examen o de los ejercicios, y entrar en un debate y planteamientos que vayan más allá del hacer. Como profesores debemos gestar el conocimiento, activar las psicologías humanas, porque en la actualidad van a ser necesarios el conocimiento de la emocionalidad y el cambio de la emocionalidad. Por tanto, como profesor se debe facilitar la información, suministrar apoyo didáctico y emocional y, sobre todo, conseguir que los alumnos sean capaces de articular su propio discurso en medio de un enorme mundo de información; para lograr lo anterior los profesores deben poner a disposición las herramientas adecuadas para llevar el cambio de paradigma en la práctica.

En el caso de los estudiantes, ellos deben reconocer que ya no están obligados a aprender un universo de contenidos cerrados, ni a mantenerse en un carril de obediencia, sino que deben tener iniciativa y, por ende, gestionar sus aprendizajes.

Ante una educación disruptiva, el aula se transforma en un lugar de exploración por medio de las tecnologías donde el alumno tiene que ser más responsable de sus aprendizajes además de ser autogestivo, mientras que el profesor se convierte en un guía dónde se busca llegar a una meta académica (con una ruta decidida por el alumno) dónde debe de haber una flexibilidad de las mismas.

Con relación a otra de las interrogantes planteadas en el presente escrito: ¿qué pueden hacer las universidades para impulsar propuestas educativas disruptivas?, se puede decir que es de vital importancia atender a los formadores, es decir, a los profesores en el desarrollo de habilidades y uso de la tecnología, porque, tal como se planteó en la primera parte del documento, la educación disruptiva implica el uso de la tecnología.

  • La implementación de las TIC facilita el trabajo docente, pero además de tecnología se requiere de metodologías educativas que incidan en el proceso de aprendizaje. Por lo que surge la idea de orientar las TIC en la didáctica; esta unión da lugar a las tecnologías para el aprendizaje y el conocimiento (TAC), que más allá del dominio de las herramientas informáticas, conduce a la adquisición del conocimiento.
  • Las tecnologías para el aprendizaje y el conocimiento son producto de los usos genuinos y con sentido de las tecnologías de información y comunicación, con el propósito de aprender de una mejor forma, estableciendo dinámicas y prácticas formativas que impliquen exploración de los variados usos didácticos de la tecnología digital.
  • Las tecnologías para el empoderamiento y la participación (TEP) se pueden definir como aquellas tecnologías que son aplicadas para fomentar la participación de los «ciudadanos» en temas de índole político o social, generando, de esta forma, una especie de empoderamiento y concientización de su posición en la sociedad, que se traduce en expresiones de protesta y/o acción pública (Granados-Romero et al., 2014). TEP es una propuesta para el uso de las TIC hacia el empoderamiento y la participación. Según (Montero, 2018), las TEP no solo comunican, también crean tendencias, transforman el entorno y, a nivel personal, ayudan a la autodeterminación, a la consecución real de los valores personales en acciones con un objetivo de incidencia social y autorrealización personal.
  • Reig (2011) relaciona TIC, TAC y TEP, estableciendo que utilizar las TIC como TAC implica apropiar el uso de las tecnologías para aprender, y TEP la relaciona con la utilización de las TIC para crear, innovar, participar, proponer, y colaborar (citado en Medrano y Rodríguez, 2020).

Es conveniente plantear una política institucional con programas, acciones y estrategias para transitar hacia un modelo híbrido, por lo que las escuelas deberán ofrecer microcursos, cursos-talleres, así como elaborar tutoriales, consejos prácticos y recursos de apoyo, todo ello de libre acceso para los profesores, con el fin de lograr en los estudiantes un aprendizaje activo, ya que a través de éste se promueven procesos cognitivos superiores que van más allá de solo entender o recordar lo que expone el profesor; además, se impulsa la participación, la colaboración y el pensamiento crítico, sea en el aula o en ambientes en línea; se propicia una interacción entre los estudiantes en espacios efectivos de construcción de aprendizajes y, como consecuencia, se puede incrementar la retención del aprendizaje en los estudiantes.

Para hacer posible tal escenario educativo el docente debe, entre otras tareas: innovar su práctica educativa; adaptar los contenidos a las necesidades de los estudiantes; definir claramente las competencias a lograr y los procesos de construcción colectiva del conocimiento; conocer y utilizar las TICs para fomentar el aprendizaje activo; modificar el sentido de la evaluación hacia una centrada en objetivos de aprendizaje; y crear un ambiente de aprendizaje a la vez inclusivo y desafiante.

Por su parte, el estudiante debe tener apertura para trabajar grupalmente, con autonomía y responsabilidad de su proceso de aprendizaje; y un rol activo en sus procesos de aprendizaje que facilite el desarrollo de habilidades de comunicación, pensamiento crítico y búsqueda y análisis de información.

Considerando lo anteriormente expuesto, se puede decir que, para implementar propuestas disruptivas en las instituciones educativas en México, es necesario mejorar las condiciones actuales e implementar estrategias innovadoras que faciliten el uso y la comprensión digital, con el propósito de generar y aplicar el conocimiento; se requiere propiciar un conocimiento que privilegie el desarrollo y la transformación hacia una sociedad más equilibrada. Queda claro que actualmente coexisten modelos tradicionales y modelos emergentes; ante ello, la educación disruptiva debe enfocarse en el aprendizaje y el desarrollo de competencias que permitan potenciar los talentos, para que éstos sean consecuentes con las necesidades de una sociedad cada vez más digital y global.

Hablando específicamente de México, es importante subrayar que es complicado pensar en una educación disruptiva debido a la marcada desigualdad que prevalece en forma de brecha digital. Esa realidad obliga a incrementar el acceso a internet en los hogares mexicanos (reduciendo las tarifas que cobran los proveedores); facilitar el acceso a dispositivos, ya sea a través de programas de préstamo o crédito; promover mayor financiamiento a las instituciones de educación superior para operar programas de formación digital de alumnos y profesores; e incrementar la infraestructura digital del gobierno para la provisión de internet en espacios públicos.

Es preciso organizar a las y los docentes en torno a medios de comunicación expeditos, específicamente destinados a manejar la circunstancia presente. Lo anterior puede incluir capacitación para el uso de medios sociales (por ejemplo, Twitter y WhatsApp) con propósitos pedagógicos, y una plataforma virtual de intercambio, con miras a simplificar la planificación pedagógica de sus clases (UNESCO, 2020b).

Reflexiones a manera de cierre

Como primera conclusión conviene reconocer que no todas las disrupciones son positivas o no pueden concebirse bajo el optimismo de quienes acuñaron el término. Por ejemplo, la mayor disrupción que hemos vivido recientemente es la provocada por el COVID-19, que cambió por completo las formas de abordar la educación y expuso sus grandes limitaciones.

Una educación disruptiva sobre la base de la distancia y los entornos virtuales implica algo distinto a lo que se ha construido hasta ahora en el sistema educativo universitario. Entonces, ¿qué tan disruptiva es realmente la educación disruptiva?

Para dar respuesta a esta interrogante se deben tener en cuenta los procesos y las prácticas educativas anquilosados, porque la educación debe estar cambiando para adaptarse a los contextos, de lo contrario estará fallando a su objetivo. De ahí que, un modelo de educación disruptiva debe innovar en lineamientos, métodos y modos.

Las claves para la educación disruptiva se encuentran en la personalización del aprendizaje; el desarrollo de competencias y habilidades para el siglo XXI, incluidas las digitales y aquellas que apuntan al desarrollo del pensamiento crítico; la inclusión de tecnologías exponenciales y convergentes, en especial la inteligencia artificial para el análisis y gestión de datos, que sirvan como soporte para impulsar políticas que mejoren la educación.

Es importante emprender acciones dirigidas a la formación y cualificación de los diferentes agentes educativos, la innovación curricular y la comprensión e intervención integral de la realidad desde modelos formativos transdisciplinares. Se requiere también de una educación sustentada en la investigación y el desarrollo de nuevos campos de conocimiento, que converjan en soluciones regionales.

Finalmente, para cerrar este texto puedo afirmar que no termino de encontrar lo novedoso o disruptivo a este movimiento, porque al analizar y comparar lo que implica una educación disruptiva, encontramos que se ha venido exigiendo para los pueblos indígenas, es decir, una educación pertinente a su contexto, con modelos educativos que los tomen en cuenta; incluso, este tipo de disrupciones son más relevantes porque incluyen una perspectiva social o de comunidad, que busca relacionarse con su entorno, y no capacitar sujetos que produzcan algo como se propone desde lo «disruptivo».

En suma, me parece más disruptivo el hecho de buscar un diálogo y la convivencia, que responder las necesidades del mercado.

Referencias

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1 Professore Ordinario, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara.

2 Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara.

Vol. 8, Issue 2, October 2022

 

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